Gaia, el darwinismo y la evolución de las máquinas

  • Lynn Margulis

Las estrellas evolucionan. La superficie del planeta y sus continentes también evolucionan. Los animales, entre los que, por supuesto, se incluyen los seres humanos también evolucionan y lo mismo ocurre con nuestras máquinas. Hoy más que nunca la tesis original de Charles Darwin tiene un descendiente directo, no ya en sus presuntos herederos, los neodarwinistas, sino en la hipótesis de Gaia.

En su ya célebre ensayo, Gaia: una nueva visión de la vida sobre la Tierra (1979 ), James Lovelock analizaba desde una perspectiva global la tendencia de la capa inferior de la atmósfera terrestre a regular la concentración de oxígeno y de otros gases atmosféricos, la temperatura y la alcalinidad, dentro de unos límites bastante estrechos y a lo largo de millones de años. Sin duda, Darwin, estaría muy de acuerdo en que los más de 30 millones de especies existentes son componentes del sistema de regulación Gaia. También lo son sus estructuras extrasomáticas y los artefactos, entre los que se incluyen nuestras máquinas.

La ciencia no proporciona ninguna prueba de que el mundo esté hecho para el hombre. Para Gaia los seres humanos son totalmente prescindibles. El Homo sapiens aparece tarde en la escena evolutiva (hace 2 millones de años), mientras que Gaia se estuvo desarrollando durante 3.500 millones de años antes de la aparición del hombre. Desde esta lectura,  la moderna mentalidad de Gaia no es tan nueva. Significa un retorno a una forma de ver el mundo más antigua y naturalista, un regreso ilustrado a la ciencia como mínima parte experimental de un todo más amplio y, en gran medida, todavía inexplicado. 

Los neodarwinistas, sin embargo, tienen explicaciones para todo. Para ellos todos los cambios se producen a causa de mutaciones aleatorias en el ADN. Nosotros defendemos una teoría diferente, a la que llamamos simbiogénesis. Nuestra argumentación es que, mientras que no existe ninguna evidencia de que las especies puedan originarse solamente por acumulaciones mutaciones aleatorias favorables, abundan nuevas pruebas que demuestran que la adquisición e integración de microbios producen nuevas especies. Esto es la simbiogénesis. La simbiosis es un fenómeno ecológico que se define como la convivencia de organismos diferentes. La simbiogénesis, que es un término evolutivo, se refiere a la aparición de nuevos comportamientos, nuevos metabolismos, nuevos tejidos, nuevos orgánulos, etc., que se pueden observar a través del tiempo en una simbiosis. Claro que existen mutaciones al azar, pero de su acumulación no resultan especies nuevas, sino, por el contrario, generalmente produce animales, protistas, hongos y plantas enfermas, o cambios dentro de la misma especie.

Frente al pensamiento cultural y biológicamente antropocéntrico, todavía dominante entre nosotros, el estilo de Gaia se extiende “horizontalmente”, hacia otros organismos, y “verticalmente”, para abarcar la historia de la naturaleza en toda su extensión, más allá de la historia del hombre. La biosfera está constituida por millones de formas de vida en interacciones constantes y complejas. Por ejemplo, eso que los humanos calificamos de “comida estropeada”, los trocitos de queso que tiramos a un triturador de basuras no están siendo “desperdiciados”; se convierten en la fuente de vida para extensas poblaciones de bacterias, hongos, ciliados, etc. De hecho, un triturador de basuras no es más que una de las múltiples formas empleadas por Gaia para el reciclaje de su propia materia orgánica.

Y hay más. Porque aquí la cualidad asociativa del individuo se antepone al concepto de independencia. Lo que a nosotros nos parece una termita es, en realidad, una multitud de organismos entre los que se cuentan miles de especies de microbios, -y dentro de estos, sólo algunos pueden digerir la celulosa y la lignina de la madera. Gaia constituye el mismo tipo de entidad asociativa que la termita, siendo, evidentemente, inmensamente más grande y más compleja. Los consorcios, las comunidades, las asociaciones, la simbiosis y, por supuesto, la competición por el espacio, son algunas de las múltiples y complejas interacciones entre los distintos organismos que se pueden extender a la escala global. La materia viva y la materia inerte, el individuo y el entorno están inextricablemente interconectados. La perspectiva de Gaia aumenta la conciencia pública sobre la dependencia del ser humano de otras formas de vida y es extremadamente valiosa en la lucha contra la dominante ideología del egoísmo, sea en su vertiente antropocéntrica o en la estrictamente “conservacionista”.

No obstante, ante la amenaza de una crisis bioclimática global, seguimos priorizando las respuestas rápidas y sectoriales, las soluciones fáciles. Créanselo: Nunca ningún organismo u organización filantrópica ha considerado que Gaia sea una entidad que merezca ser sometida a un estudio científico. ¿Por qué? Probablemente porque Gaia se niega a encasillarse en un solo campo del conocimiento y no constituye una categoría a financiar claramente delimitada. Sin embargo, la investigación de la vida como fenómeno planetario y como fuerza geológica son cuestiones vitales que afectan a todos los habitantes de la Tierra.

Pese a nuestro prejuicio de exclusividad, no somos más independientes del resto de la biosfera que un cáncer del órgano en el que habita. Los dos delirios de la grandeza humana, nuestra superioridad natural y nuestra objetividad científica, son meras estrategias para la supervivencia muy parecidas a la selección natural por mutación e intercambio de genes bacterianos. Incluso las comunidades, como las formadas por los millones de microbios del intestino de la termita, se reproducen. Ni la ciencia ni el arte son propiedad exclusiva del hombre, sino que ambas imitan a la naturaleza y se originan en ella.

El gran simio tecnológico es una criatura excepcionalmente dependiente. Dependemos de los vegetales y de los animales de los que nos alimentamos. Dependemos de los combustibles fósiles y de nuestros satélites electromagnéticos. No somos capaces de sobrevivir sin nuestros teléfonos, nuestros automóviles o nuestros aviones. En suma, la vida del ser humano y su perpetuación dependen de las máquinas.

Ahora bien, todos los sistemas vivos, desde las células bacterianas hasta Gaia, son autopoiéticos, es decir, se constituyen por sí mismos o, al menos, se autorregulan y están conectados, invariablemente, a una fuente de energía y de materia. Quizá no exista un sistema autopoyético menor que la propia Gaia. Pero los componentes y los productos de los sistemas autopoiéticos, ya sean las células de un tumor una pareja de amantes o la enorme “M” roja que adorna la entrada del McDonald’s, pueden reproducirse y, de hecho, lo hacen. En este sentido, es evidente que las máquinas  pueden reproducirse y se reproducen. Las máquinas no son capaces de constituirse por sí mismas, pero tampoco lo son los niños. No obstante, la práctica totalidad de la autopoiesis humana depende en la actualidad de las máquinas. Esta nueva relación de dependencia con respecto a las máquinas, y su reproducción, es análoga a la relación de dependencia que la reproducción de las células que constituyen nuestro cuerpo mantiene con respecto a la organización del ser humano.

La reproducción de las sociedades tecnológicas forma parte de la autopoiesis de toda la biosfera. Más aún, cuando una sociedad tecnológica se reproduce, por ejemplo, mediante el establecimiento de una colonia en la Luna, las máquinas, así como los organismos que han evolucionado y conviven con nosotros, también se habrán reproducido.

Samuel Butler (1845-1902), el más hábil crítico de Darwin”, según Gregory Bateson, tuvo ideas muy anticipatorias sobre la evolución de las máquinas que, sin embargo, expresó en clave irónica: “No hay nada que nuestra caprichosa especie desearía más que presenciar una unión fértil entre dos máquinas de vapor”. Y acertó. Es evidente que la capacidad de las máquinas y la relación de interdependencia que mantenemos con las máquinas es ya absoluta. Desde una perspectiva biosférica, las máquinas suponen una de las más recientes estrategias del ADN para el crecimiento, la continuación y expansión de antiguas autopoyesis. Al igual que las colmenas o los arrecifes de coral, las máquinas se multiplican. A través de los seres humanos, las máquinas, como prolongaciones de nuestro propio cuerpo, producen otras máquinas. Con una salvedad: las máquinas pueden crecer y transformarse con mucha mayor rapidez que las comunidades de Homo sapiens. Incuestionablemente, las máquinas nos han superado en inteligencia y nos empujan hacia una actividad que potencia su propio ritmo de crecimiento. Y sobreviven en condiciones ambientales letales para nuestros cuerpos débiles, como el espacio exterior o la Antártica durante su invierno.

Decididamente, el hecho de que las máquinas dependan de los humanos para su construcción y mantenimiento no parece un argumento sólido en contra de su capacidad evolutiva. Nosotros dependemos de los pollos, de las vacas y de las coles para reproducirnos. Es posible que en un futuro próximo las máquinas se reproduzcan con incluso más independencia de los seres humanos y que hagan uso de los seres humanos de un modo menos directo. Lo incuestionable es que nuestra civilización ya no puede sobrevivir sin las máquinas. Con el paso del tiempo, la biosfera orgánica “suena” cada vez más metálica y artificial. Del mismo modo que las termitas construyeron termiteros a partir de la saliva y las heces a medida que evolucionaban y desbancaron en la carrera de la evolución a aquellos de sus ancestros que no construían casas a partir de excrementos,  por medio de las máquinas y en un período de tiempo asombrosamente corto desde el punto de vista geológico, cabe conjeturar que la vida humana invadirá grandes extensiones de la galaxia. La expansión hacia la galaxia, comparada con la expansión de las plantas o la de los vertebrados voladores hacia la atmósfera, procesos que duraron miles de años, puede ocurrir casi instantáneamente, en un sentido geológico. Pero, desde esa misma perspectiva biosférica, a largo plazo, es posible que el cuerpo humano sea menos importante que nuestras máquinas. En el Sistema Solar ya existen fósiles de máquinas fuera del planeta Tierra. Otras prolongaciones de la biosfera en forma de máquinas, como las naves espaciales rusas y estadounidenses, permanecen en órbita. Puesto que siguen formando parte del autopoyético sistema de Gaia, aún están estrechamente conectados a la biota y forman parte, directa o indirecta, de la red de vida de la Tierra.

La biosfera de Gaia puede perdurar al menos tres mil millones de años más, es decir, hasta la muerte del Sol. Nuestros ascendientes eran simios. Si los viéramos ahora probablemente pensaríamos que se han escapado de algún zoo. Nuestros descendientes probablemente se vean en el mismo aprieto con respecto a las máquinas. Si este es el caso, esperamos que el siguiente comentario de Butler no se convierta en una certeza sobre el futuro de nuestra egocéntrica especie: Tratamos a los caballos, a los perros, al ganado y a las ovejas con enorme  bondad (...). Del mismo modo, sería razonable suponer que las máquinas nos tratarán con amabilidad, porque su existencia depende tanto de nosotros como la nuestra de los animales inferiores.

No es cierto que el mundo de las máquinas, que parece tan exclusivo del simio desnudo, esté hecho por y para el Hombre. Desde la brillante telaraña de la red de telefonía móvil a los últimos avances en genómica, la  tecnología, como parte de la estrategia de supervivencia del ser humano, ha mejorado nuestra capacidad para percibir y manipular nuestro entorno y nos ha permitido colonizar tierras inhóspitas. Pero la tecnología nos ha acompañado desde mucho antes de devenir humanos. Antes incluso de que existiera el Homo sapiens, la manipulación de los minerales y las construcciones artificiales eran diseñados por los seres con los que compartimos este planeta. Para unas criaturas calientes, húmedas y peludas como nosotros, sumergirnos entre oleadas eléctricas y servidores web electrónicos es, de hecho, completamente natural y está en total sintonía con las ancestrales tendencias de la vida hacia la expansión, la contaminación y la complejidad. Esa es nuestra naturaleza y la naturaleza de nuestros ancestros.

El retorno inteligente a la comprensión de que las personas son sólo una parte minúscula del sistema de Gaia, debe llevar inevitablemente al rechazo del neodarwinismo y de su genocéntrica preocupación por las moléculas de ADN. Considerar que las secuencias completas de genes son la explicación exclusiva y definitiva del cambio evolutivo, no es más que una ciega simplificación. Hemos visto al enemigo y, ¡ay!, somos nosotros.

Destruimos “el entorno” y, haciéndolo, nos destruimos a nosotros mismos. Gaia ya existía 3 mil millones de años antes de la aparición del mono parlante y se prevé que perdurará otros tantos tras la desaparición de este simio. El sedimento terrestre de un pañal de plástico mantendrá una precisa correlación con el basurero existente sobre la superficie basáltica de la Luna. Y tal vez, en un futuro lejano, esa triple correlación de depósitos sedimentarios en Marte, la Luna y la Tierra, puedan incluso llegar a ser las únicas pistas fiables a la hora de reconstruir antiguos entornos para los más curiosos, si algunos lo son, de entre nuestros descendientes.